*Por Alfredo Olivera
A Moffatt lo heredé, lo aprendí haciendo y después lo leí. Antes, aún estando en la escuela secundaria, llegó a mis manos «Conversaciones con Enrique Pichon-Rivière sobre Arte y Locura» de Vicente Zito Lema. Las historias del Conde de Lautrémont, la relación entre lo familiar y lo siniestro en el relato de Pichón, acercaban destellos salvajes de intercambios lúcidos entre los interlocutores.
Monsieur Rivière defendía el uso del electrochoque, que en algunos casos según él, se constituía en experiencia de muerte para poder seguir viviendo; claramente estaba yo en desacuerdo y me ubicaba del lado de Vicente, quien condenaba abiertamente esa práctica. Sin embargo, avanzando en la lectura, insistía en conmoverme la honestidad cansina de este hombre que con la parsimonia de aquellos que saben de la muerte, respondía a uno y a cada uno de los cuestionamientos.
Tal vez no sea correcto decirlo así, pero había un tacto, una palpación de lo inconsciente en aquello dicho y una proximidad a la locura. Estaba claro que su compromiso tenía que ver con aliviar sufrimientos y, sin embargo, argumentaba en línea contraria al pensamiento de aquellos que, como yo, fascinados, nos habíamos adentrado en esas charlas.
Alfredo Moffatt fue un explorador de fin de hospicio, el primer chasqui de la comunicación. Para mí, un arquitecto un tanto extraño, que me fascinaba por su trabajo en los manicomios y con los linyeras. Una especie de Abelardo Ramos de la Salud Mental y su socialismo criollo. Un hombre que trae la enseñanza de lanzarse a leer rigurosamente eso que hace, lo interpela, y luego sigue aventurando.
“El Club el Fogón”, promovido por un internado llamado García, nace a fines de los sesenta en los fondos del hospital con su ronda de mateada y guitarreadas, el club guardaba y encendía las formas criollas de lo que hace bien, de lo que sana. Era esa la ronda de crotos que había que desarmar y que los enfermeros, aun insistiendo, no podían.
El círculo alrededor del fuego permitía el encuentro de gente arrancada de sus pasos, ese concentrado psíquico -expulsado del tiempo y de su tierra- se producía sincrético cada vez, cultivándose en modos de sabiduría popular.
Y del club salió un árbol al que le nacieron banderines, Borges y García aportaron la fonola y Alfredo metió mundo del de afuera para los muchachos del adentro manicomial. Hubo ternura. Así nació la peña Carlos Gardel.
En el Club, Osvaldo García vendía cigarrillos; en la Cooperanza, Ever Beltrán dibujaba el plano de un helicóptero con el que planeaba su alta por fuga. En su interior y coloreado, un tocadiscos marca Winco. Con el tiempo el helicóptero se hizo antena, y la fonola de Borges y Miguez -junto al fuego de García- se hicieron radio.
El viejo Fogón tenía dos premisas: una de ellas versaba que “lo que se decía en la rueda no debía salir del grupo”, y la segunda era “la actitud de amistad y respeto mutuo”. La Colifata fue hacia la rueda para seguir rodando pero por fuera de la rueda, para que la amalgama cultural aprisionada, el concentrado psíquico expulsado social, lo destinado a chatarra, todo eso nutra de oxígeno el péstido aire del entufado social, abandone su prisión y vuelva a producirse como “ser en el otro”, con historia, presente, proyecto y dignidad. La conservación de la segunda premisa fue el combustible para que esto suceda.
Comencé a ir a Cooperanza en 1990 cuando Alfredo ya no iba. Lea Furman coordinaba en ese entonces. La actividad estructurada en talleres, disponía de mesas esparcidas bajo los aleros frente al patio del mástil sin bandera. Sumar una mesa era acto instituyente y había que pasar por ella, quien casi siempre se mostraba entusiasta y benevolente frente a las iniciativas nuevas. Estando en el centro del patio el bullicio retumbaba en los aleros, pero al aproximarnos, el ruido dejaba de ser y nos traía micro mundos de mil mundos al oído de quien -como yo- acompañaba al señor Areco en su tarea oficial de repartidor de cigarrillos. Después de la asamblea nos encontrábamos en la reunión de ansiedades a querer elaborar, los encuentros comenzaban en un pasillo y seguían en el bar.
La Cooperativa Esperanza es el gran corazón, el lugar que reconstituye vínculos y crea afectaciones. Nacimos allí, nos recibieron con alegría, fuimos novedad. Pronto explotamos en los diarios del mundo y algunos obscuros de la época movieron sus piezas para hacernos pelear. La niña loca y bonita, la codiciada del momento manejó su plenitud. Nos aprestábamos entonces a cruzar el riachuelo para ir hacia el Río Negro rumbo al templo de la desmanicomialización.
La invitación la había cursado el departamento de Salud Mental de la Provincia, La Ley 2440 asomaba al sur del cielo y la flota se dirigía en aquella dirección. Durante el periplo, un accidente hizo que tanto Ever como Villa pudieran al fin conocer el mar. Fue eso imperdonable para las autoridades de la época, quienes salieron a dirimir sus cuitas de arriba, queriéndolas hacer jugar abajo. No sé quién llamó a Fabio pero le pedimos supervisión, él había sido miembro de Cooperanza al final de los ’80. Lacolla aún no era el psicólogo del rock ni había publicado libros, escribía canciones y conducía un espacio en FM Sol, la radio donde Jorge Pinchevsky nos sacó a los gritos y profiriendo amenazas, una noche que llegamos con permisos de salida vencidos, decididos a juntarlo con otro grande: Tito Milanesa, ex segunda guitarra de Pappo’s Blues. Empezamos bien pero no hubo acuerdo en el estudio y tuvimos que huir por las escaleras.
Fabio nos ayudó a pensar con simpleza y claridad lo complejo de lo que estaba pasando. De común acuerdo y no sin lágrimas, nos fuimos del alero hacia el enorme tanque de agua, el que parece torre de aeropuerto. Era el único espacio libre y compartido que contaba con enchufe, ya no había que pedirle permiso a ladronzuela. La peña Colifata, Cooperancera y Gardeliana se re inventó en vinilos y discos de pasta; desde los surcos y en velocidades variadas según estado y medicación, se sucedían polifónicos los timbres de voz que modulaban el mundo. Esos timbres en cadencia singular se hicieron nombre y los discos, estantes improvisados. El quedar roto de tu paso olvidado volvió a caminar descalzo ahora por las manos de Abel, instituido el nuevo DJ oficial de Radio La Colifata. Areco continuó en los pliegues de los aleros, en el patio del mástil sin bandera, donde desde el bullicio se re entramaban historias para contar.
En 2002 fuimos a trabajar a Open Door, querían recrear una radio y dimos un curso; años después y con la misma gente nació Radio en Movimiento. El PREA llevaba un tiempo ahí y las casas de Moreno funcionaban bien. Marcelo Percia coordinaba las asambleas, esas clínicas que alojan demasías y que saben de la espera o más bien, aquellas que la inventan porque crean condiciones para que un presente se haga convocante.
En un pasillo le pasé hojas impresas de un texto mío del ’98 publicado por una revista inglesa de comunicación. Luego de leerlo, me sugirió el uso del término instalación a cambio del de dispositivo. Marcelo trabajaba ya la idea de dispositivos estéticos. Esta aproximación a una gestalt de figuras, donde sus elementos cobran valor en función de su movilidad, me devolvió a la Peña como instalación plástico sonora de estandartes icónicos y sincréticos, donde el concentrado cultural aprisionado muta y se muestra florido en formas de lo abierto haciendo de las viejas ranchadas ritos necesarios para el bien y que ameritan la circulación social. La radio, siempre la pensé así.
Comíamos asado con amigos. Esperando el 2005, los festejos comenzaban e irrumpe la noticia de la tragedia en el recital de Callejeros, esa misma noche supimos que Jackie Santillán, quien venía a la radio y organizaba eventos solidarios había muerto atrapada allí entre el humo. Ya no era el asado sino el espanto; en la TV contaban muertos, lo que se veía era desgarrador. Carlos Rosa, coordinador de la radio, salió disparado para estar donde había que estar, yo no pude pero Carlos y Trinity, sí.
Alfredo regresaba del Paraguay, había viajado para acompañar a las víctimas del incendio del supermercado Ycuá en Asunción; el local llamado República de Cromañón quedaba en el barrio de Once a unas tres cuadras de la Escuela, su casa. Lo que veíamos excedía todo marco, Alfredo encontró en el lugar a Carlos Alfredo Sica, (fundador del EPS, emergencias psicosociales) que ya estaba actuando con su equipo. Encuentro, catarsis, verbalización, proyecto. ¿Cómo situar el punto exacto para un actuar en medio de una situación cambiante y vertiginosa? Encuentro, catarsis, verbalización, proyecto. El extranjero se funde en la escena, lo dejarán o no entrar, es ahí. Tal vez pueda ser pieza de la instalación, rescatista emocional en el microsegundo en que el fotograma estalla de exceso, como violencia de la imagen que rompe un carretel en su carrera dislocada. Abrazo y maternaje es ahí, una lectura propia de los cuerpos, es ahí, ni antes ni después. Ahí.
Suena el teléfono, una productora de Radio 10 me pregunta acerca de lo que está ocurriendo en el Borda, me sorprende ya que estoy en París en el servicio Médico Psicológico de Asnières trabajando. Me dice que están reprimiendo, que la Policía entró, que golpea a médicos, enfermeros y pacientes, y que disparan balas de goma. Mi cara se transforma, los colegas preguntan “¿Que pasa?”. ¿Cómo les explico? En un hospital psiquiátrico de Argentina, en 2013 agentes policiales ingresan al centro del lugar y reprimen a personal de la salud y pacientes que se oponen a la destrucción de un taller «protegido».
Sin tiempo para ampliar se miran entre ellos desconcertados, mientras conecto con mis compañeras en Buenos Aires quienes dicen que por televisión están reconociendo a integrantes de La Colifata en medio de la escena siniestra. La represión también ocurre a pocos metros de los jardines desde donde la radio transmite los sábados. Se oyen gritos, no hay duda, hay que montar la radio, ofrecer refugio de palabras. Cristian dice «veo cosas que no son», se recrea el círculo, la ronda radiofónica funciona como mallado, sostiene la ilusión de que allí se está protegido; el que ingresa puede gritar, vociferar en el micrófono, se lo contiene, hay médicos con el guardapolvo ensangrentado, los colifatos lo abrazan; se acercan vecinos y amigos, se los invita a tomar asiento, se les ofrece agua o galletitas, los locos dan cobijo, el personal agradece. Se escucha ahora, más lejos, una nueva oleada de disparos, no sabemos bien porqué, pero allí pareciera que se está a salvo. La palabra nombra, es acto firme, atentos vamos decididos a paliar lo que sabemos traerá efectos traumáticos.
Trabajé como docente en la Cátedra de Grupos II de la que Marcelo Percia es responsable y donde también da clases Fabio. Le propuse al comenzar el año 2010 que radio La Colifata intervenga el primer teórico del cuatrimestre, que el encuentro entre los estudiantes y docentes de la cátedra se de en el marco de una transmisión de radio y que cuyo formato fuera una sucesión de programas inspirados en las unidades teóricas de la materia.
Cada programa puesto en una grilla sobre el pizarrón y conducido por un integrante de la radio. La idea del programa o segmento es abrirlo de inmediato a la participación de estudiantes y docentes. Todo esto sería transmitido en directo desde la facultad. Similar a lo que en su momento hiciéramos con Manu Chao, pero aquí los usuarios ocuparían el lugar de anfitriones, aquellos que inviten y faciliten el dialogo entre los presentes, además.
Para ello nos dispusimos a organizar talleres de preparación. Con Manu, él nos facilitó la lista de canciones que serían interpretadas en el estadio All Boys en Buenos Aires, para que cada uno elija cual quisiera intervenir; de este modo la musa Chao inspiraba escritura y puesta en escena común constituyendo una apuesta artística compartida y de cara al público. Con Teoría y Técnica de Grupos leímos juntos el programa de la materia y cada quien se detuvo allí donde sintió curiosidad e interés. Con ello podrían crear el formato que quisieran: escribir un poema, presentar preguntas, opinar sobre lo que consideraban versaba la unidad, etc. La invitación era a conducir y a estar dispuestos a abrir la discusión, el objetivo era facilitar el encuentro entre los docentes y los estudiantes. Marcelo propuso, además, llegar con un regalo, así fue que editamos un disco al que llamamos: Aula 14, Deliberar La Colifata, lecturas pobladas. Terminado el teórico, los presentes se llevaron un disco.
Algo del espíritu de la cátedra libre se había recreado pero en un espacio formal; como hacía Alfredo pero al revés.
A Moffatt lo heredé, lo aprendí haciendo y después lo leí. Alfredo Moffatt, explorador de fin de hospicio, primer chasqui de la comunicación, maestro de una clínica popular.
*Alfredo Olivera
Psicologo, director y fundador de La Colifata